Cultura Solidaria

Crisis de valores o crisis de favores

Se ha dicho que la crisis actual no es una crisis económica sino una crisis de valores. Estamos de acuerdo. No hay más que darse una vuelta por los mercados, no por los paneles de la Bolsa donde se muestran gráficas aterradoras, sino por el ágora, por las plazas, como hacía Sócrates en su tiempo, y ver lo que está pasando, y comprobar que el colchón acaba cayendo irremediablemente cuando se van rompiendo las varillas del somier.Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, hemos desterrado la honestidad como cosa de tontos, hemos puesto todo nuestro empeño en lo superficial, hemos querido vivir sin pensar, hemos despreciado el valor y nos hemos quedado con el precio, hemos tenido sin haber sido.

Esta crisis de valores es, en el sentido social, una crisis de favores. Para que una sociedad se sostenga necesita dos columnas: la justicia y la benevolencia, la legalidad y la concordia, los recursos y las buenas intenciones, el dinero y lo que no se puede comprar con dinero, las normas y los favores. Un favor no es ese que se hace a los amigos cuando uno ha conseguido un buen puesto, sino el beneficio que se hace a otro sin esperar nada a cambio, es decir, la ayuda mutua, el arrimar el hombro, el echar una mano, el estar ahí por si me necesitas… Los favores son microscópicos, pero, uno sobre otro, ayudan a sustentar la sociedad.

Séneca, en su tratado De beneficiis, abogaba por la recuperación de los favores o beneficios como única forma de salir de la crisis de valores que, como en nuestros días, estaba padeciendo el imperio romano. Para el filósofo cordobés, una cadena de favores (como la película homónima de Mimi Leder) sería la mejor manera de acabar con la “vanidad de la riqueza” que convierte a la sociedad en una ciudad cautiva, prisionera de los vicios que él describe: “los latrocinios y las expoliaciones, los adulterios, la embriaguez, los banquetes y la cocina sofisticada, el culto al cuerpo y a la belleza física, la crueldad individual y colectiva,… y la ignorancia”. Una sociedad ignorante se caracteriza por errar el blanco y buscar la felicidad donde no se halla: en el apego a las cosas.

Para salir de ésta necesitamos robustecer la columna de la benevolencia, recuperar los favores, algo que no se puede tocar con las manos –decía Séneca–, porque es un asunto del espíritu (res animo geritur). La sociedad ignorante, que desprecia cuanto ignora, no cree en los valores intangibles, como la honestidad, la amistad, la ayuda, la caridad, los favores…; sin embargo, sólo si contamos con ellos, podremos no sucumbir.Los favores, los pequeños favores que nos hacemos unos a otros, tejen hilo a hilo una red invisible mientras los malabaristas de la economía siguen dando piruetas por el aire.

Como todas las cosas importantes, los favores se aprenden en la familia. Se aprende, como dice al filósofo de Córdoba, que la intención es la que realza las cosas pequeñas y la que envilece las grandes; que conviene que el benefactor olvide lo que ha dado, mientras que el beneficiado nunca debe olvidarse de lo que ha recibido; que hemos de aceptar favores sólo de aquellas personas a las que nosotros también se los haríamos; que el que recibe un favor de buen grado ya lo ha devuelto; que quien no lo devuelve peca más, pero quien no lo da peca antes; que es, en fin, de bien nacidos ser agradecidos.

La crisis que estamos padeciendo es una crisis de favores. La sociedad no regala, sino que distribuye; no da, sino que presta. No puede hacer otra cosa. Bueno, quizá sí: no destejer por la noche lo que los padres han tejido durante el día. Invirtamos en favores, un valor que genera lazos de gratitud e insospechados beneficios, aunque no cotice en bolsa.

Pilar Guembe y Carlos Goñi

junio 29, 2014 Posted by | Sociedad, Solidaridad | Deja un comentario

Ser optimista es cuestión de voluntad

Cuando, como esta mañana, me cuesta ser optimista, pienso en mi padre. Sé de una vez que lloró. Lo sé por mi madre, que me lo dijo un tiempo después. Seguro que lloró otras veces, porque no le faltaron motivos graves, pero tengo que esforzarme mucho para recordarle sin su sonrisa medio pícara. Lo consigo si, por ejemplo, pienso en su concentración la hora de leer el periódico o mientras hacía cuentas, es decir, logro verlo serio si lo imagino solo y trabajando.

Pero si estaba con alguien, salvo discusiones menores, sonreía. De entrada, sonreía al desconocido, al familiar, al que no entendía –porque oía mal, era casi completamente sordo desde poco antes de cumplir los cuarenta. Sin embargo, vivía y se movía como si oyera, sin rastro de susceptibilidades ni amarguras ni sospechas, quizá porque andaba muy concentrado en lo que le importaba: sacarnos adelante. En aquellos tiempos era muy difícil, pero no recuerdo que nunca se quejara de tener que superar tantas dificultades, tan variadas y tan crueles. Se ponía y las superaba, una por una: sin dinero, sin salud, sin echar la culpa a nadie.

Esa mezcla de tensión y optimismo producía en él serenidad. Justo lo que más echo en falta –también en mí – ahora que no está: abundan los repartidores de culpas, los analistas de medio pelo, los mentirosos, los espasmódicos que se agitan de aquí para allá con mucho ruido y ninguna eficacia, los simples, los idiotas, los que no quieren reconocer ni reconocerse nada, los cómodos, los que siempre esperan que alguien haga algo, los que invocan el hambre de África cuando el Papa vino a Madrid mientras lo silenciaron en su viaje a África, porque África les importa un comino y están en otras cosas, los que se aburren y aburren, los que duermen hasta las tantas y arreglan el mundo de noche, a oscuras, como los jóvenes decadentes del imperio austrohúngaro que pintaba Roth, los derrotistas, los que piensan que ya no hay nada que hacer en vez de atreverse a actuar.

Revuelvo en todo eso leyendo la prensa de esta mañana, me reconozco un poco en cada una de las especies que acabo de mencionar y se me marchan las ganas de escribir, porque solo quiero hacerlo para reivindicar el optimismo. Pocos días antes de morir, en un momento de lucidez, mi padre me miró desde la cama del hospital con tristeza en los ojos y me contó una pena que tenía guardada y que le dolía desde dos años atrás:

–Te mandé que contaras los eucaliptos y me dijiste que no.

Con un resto de calma le contesté:

–Fui contigo, los conté y me dijiste que estaban mal contados.

–Y estaban.

–Los conté uno por uno, papá, y me dejé las piernas en los zarzales y en los tojos de la finca. No iba a repetir…

Funcionó lo de siempre, como con mi madre: empezó a preocuparse por mis piernas:

–La culpa fue mía, porque debería haberte dado ropa adecuada… un buzo.

Se quedó feliz y tranquilo, también yo. Por lo visto, aquello era lo único que teníamos pendiente. Le preocupaban los eucaliptos solo porque eran para sus hijos, y le preocupaba mi negativa no por él, sino por mí: por si justo al final me había convertido en un mal hijo. Me parece que esa capacidad de querer y de estar siempre pendiente de las personas queridas es lo que genera capacidad de lucha y optimismo, porque ante una carencia de los tuyos no puedes quedarte quieto.

Como ciudadanos de sociedades supuestamente avanzadas, sin embargo, nos hemos acostumbrado a exigir en vez de a dar, y cuando nuestro egoísmo se ve perturbado en su maciza solidez individualista, pedimos más policía. Una policía que esté en todas partes y que no sea violenta, que recomponga nuestro desorden sin hacer nada y, sobre todo, sin que nosotros tengamos que hacer nada. Al final, se cumple una ecuación inevitable: a menos familia, menos preocupación por los demás, más pesimismo y… más policías: tanto en los regímenes democráticos como en los totalitarios.

Paco Sánchez

junio 29, 2014 Posted by | Familia, Solidaridad | Deja un comentario